PRIMERA PARTE
—Tienes que exorcizar tus miedos.
Frente al paisaje soleado, pensó Amada, la palabra exorcizar parecía tan absurda como su pretenciosa humildad en aquella tierra de excentricidad y despilfarro. Paredes blancas, cortinas de lino y ventanas altas. Pero los demonios no son privilegio de la carencia.
—Tampoco los paisajes oscuros.
Amada lo sabía. Desde niña tuvo la certeza de que no había custodio capaz de mantenerla a salvo. El saldo de sus temores creció con ella y, eventualmente, el miedo exacerbado por la imaginación degeneró en una ansiedad que la obligaba a caminar sobre la punta de sus pies. Así, con la discreción de un intruso. Con el sigilo de quien sospecha, es la presa.
—Se resguardaba en aquel estado de angustia perpetuada.
Primero en su casa, después en su habitación, una vez, incluso en el armario. Sí, Amada sabía sobre la precariedad de su existencia. La vulnerabilidad de un ambiente estable y bien regulado. Porque aunque el dolor ajeno es fácil de llevar, ella podía, contrario al dicho popular, escarmentar en cabeza ajena. Por eso el miedo fue la constante. Bajo su propio entendimiento, no debía confiar en la plenitud de una vida ordenada, predecible y de mirada imperturbable.
—Una vida que, de ser miserable, sería también ineludible.
Una mañana no pudo salir a la calle. Amada se quedó en casa ese día y los que siguieron. Con el tiempo, su reclusión fue total. Al cabo de los años le costaba levantarse de la cama. Tareas ordinarias como tomar un baño o sentarse a la mesa se convirtieron en empresas titánicas. A través de la ventana veía las copas de los árboles. Cielos despejados, pájaros azules y fuentes parlantes. Mañana saldré, decía.
—Y así lo pensaba.
Pero el viento que mecía las ramas de los sauces y los guiños del sol a través de hojas movedizas, le recordaban la posibilidad de una ventisca. Un huracán que solo siendo perspicaz puedes predecir. Entonces cerraba las cortinas y se refugiaba entre mil delirios. Sorteaba sus propias tormentas.
—También sus tormentos.
Una tarde, el doctor Jorajuria le prescribió exorcizar el miedo. Conjurar sus males. ¿Cómo? Preguntó Amada.
—Escribiendo.
Escribe, le dijo. Tus peores pesadillas, el horror del presentimiento, tus deseos siniestros. Y así lo hizo. Amada escribió con la devoción de un enfermo que espera sanar. Con la temeridad del explorador que busca recobrar la paz en una tierra de locura. Si algo ha de pasar, dijo el médico en un acto de psicomagia, pasará en el mundo de las letras. Un mundo, pensó Amada, en el que podía sumergirse y salir con bien.
—Así se conjura.
Al cabo de poco tiempo, Amada construyó una vida paralela que recordaba una colección de acontecimientos devastadores. Historias que solo leerlas dejaban el corazón en vilo y el alma hecha un ovillo. La presencia anodina del mal menor se presentaba en forma de fábula; la crudeza de lo indescriptible alcanzaba la dimensión de una novela de terror.
Y sí. Sus peores temores se vieron consumados entre páginas que contaban sufrimientos inenarrables. Noches rojas y tiempos aciagos. Sufrimientos que por superstición no me atrevo a describir.
—Superstición. También prudencia.
Pérdida, dolor y desamparo. El doctor Jorajuria probó su hipótesis. Antes de un año, Amada tenía otro semblante. Su agorafobia, sus arrebatos de llanto e incapacidad para lidiar con los quehaceres cotidianos habían desaparecido casi por completo. La ahora escritora estaba liberada de un acoso que, por ser a simple vista inexistente, se nutría de la incomprensión y el desasosiego de quienes la rodeaban. La cadena perpetua que ella misma se había impuesto, aceptó por fianza el pensamiento creativo y la narrativa literaria. Eres libre, dijo el médico.
—Y así lo pensaba.
SEGUNDA PARTE
Amada despertó en aquel encierro. Había perdido la cuenta de los días. Le dolían las articulaciones. El suelo frío y las paredes percudidas le hablaron de su propia agonía.
Pérdida, dolor y desamparo. Los recuerdos le impedían dormir. Pasaba el día mirando a través de un orificio que apenas permeaba un hilo de luz. Gritó con el estómago haciendo de tripas corazón.
—Por eso despertó.
La vida se le escapaba en una penumbra suministrada por sedantes y morfina. Llora, dijo el doctor Jorajuria que, aun viéndola por primera vez, la creyó conocer de siempre. Después de ajustar el goteo de un suero mal administrado, tomó el pulso de su existencia. En voz baja repitió palabras pronunciadas por compasión, sin más propósito que dar consuelo. Estás a salvo.
—Pero ella sabía.
Frente al mal consumado no hay salvación que valga. Por mucho tiempo Amada trató de ser fuerte. La gente se preguntaba si era posible juntar a lo largo de una sola vida aquel legado de acontecimientos devastadores. Noches rojas y tiempos aciagos. Sus peores temores se habían alineado en un tiempo y un espacio que parecían predestinados, planeados con crueldad. Como si una pluma perversa hubiera escrito aquellas líneas con el único fin de infringir un daño irreparable. Sufrimientos que por prudencia no me atrevo a describir.
—Prudencia. También superstición.
Una tarde, el doctor le prescribió atemperar su dolor. Invocar la plenitud de una vida segura y predecible. Conjurar sus anhelos. ¿Cómo? Preguntó Amada.
—Escribiendo.
Escribe. Tus sueños más bellos, el color del deseo, la poesía que esconden tus penas. Escribe para sanar. Escapa, le dijo, al menos un tiempo. Quizá cuando vuelvas descubras que el dolor cedió. Quizá, entonces, encuentres nuevas razones, nuevos sabores.
—Así se conjura.
Amada escribió sobre mundos de ensueño. Paredes blancas, cortinas de lino y ventanas altas. Un mundo de ocio y esparcimiento que rayaba en el sinsentido. Una vida de contemplación donde los días transcurrían monótonos y su presencia no era necesaria. Las páginas que escribía marcaban su propio ritmo. Avanzaban a través de paisajes infinitos y descripciones demoradas. Aún así, contaban una historia. Una historia donde no pasaba nada, o pasaba muy poco. Suficiente, dijo el médico, para seguir con vida. Cielos despejados, pájaros azules y fuentes parlantes. Mañana saldré, dijo Amada.
—Y así lo pensaba.
Fin.