Cuando escuchamos la palabra hada, normalmente pensamos en pequeñas criaturas humanoides con alas, orejas puntiagudas y poderes mágicos. 

Algunos autores los asocian con insectos como libélulas, mariposas o grillos; otros con mujeres de excepcional belleza y atributos extraordinarios como ninfas o dríades. También encontramos cierta relación con seres ora protectores ora perversos pertenecientes a la familia de los elfos, gnomos y duendes.

En cualquier caso, alrededor de las hadas se ha desarrollado un imaginario que, acompañado de las creencias de diversos pueblos antiguos, han inspirado relatos fabulosos que hoy conocemos como “cuentos de hadas”. Lo que quiero destacar es que estos cuentos, contrario a lo que su género parecería indicar, no siempre incluyen hadas. Por citar un ejemplo podemos mencionar grandes clásicos como: Caperucita Roja, Hansel y Gretel o Blanca Nieves. Y es que la palabra hada proviene del latín fatum que quiere decir: fortuna, destino o hado. Luego entonces, hay que diferenciar entre el personaje hada que, para bien o para mal, suele divertirse a expensas del protagonista, y otro que, para fines de este artículo, voy a llamar hadado: perteneciente o relativo al hado; prodigioso, mágico o encantado. Este último siendo, por supuesto, la personificación del destino que puede presentarse en forma de bruja, duende o animal parlante.

Tomando esto en consideración, y al margen del lenguaje inclusivo, quizá deberíamos diferenciar entre “cuento de hadas” y “cuento de hados”.